
“Si alguien me dice Cuenca, yo pienso en la catedral. Es como una oración levantándose hacia el cielo”, afirma el arquitecto Juan Izquierdo. Y no exagera: hablar de Cuenca sin sus cúpulas sería como querer dibujar un atardecer sin colores.
Bajo el cielo de los Andes, Cuenca guarda su tesoro más emblemático: la Catedral de la Inmaculada Concepción. La catedral no es solo un templo, es el corazón azul que late en el centro de la ciudad, uniendo a generaciones en torno a la devoción, la perseverancia y la fe.
“Si alguien me dice Cuenca, yo pienso en la catedral. Es como una oración levantándose hacia el cielo”, afirma el arquitecto Juan Izquierdo. Y no exagera: hablar de Cuenca sin sus cúpulas sería como querer dibujar un atardecer sin colores.
A finales del siglo XIX, cuando Cuenca apenas alcanzaba los 30.000 habitantes, el obispo Miguel León soñó lo imposible: levantar un templo tan majestuoso como su fe. “Quiero una catedral tan grande como mi fe”, dijo, y muchos lo llamaron loco.
Pero en 1874 llegó a la ciudad el hermano Juan Bautista Stiehle, un arquitecto alemán que trazó los planos de la que sería la obra más ambiciosa en la historia de Cuenca. Así comenzó una construcción que, más que un proyecto arquitectónico, fue una cruzada espiritual y comunitaria.

El misterio de lo inconcluso
“Hubo muchos obreros, muchas familias que se dejaron la piel para tener hoy esta construcción”, recuerda la arquitecta Daniaba Montesinos, quien hoy forma parte del equipo de restauración.
Cada ladrillo guarda una historia y cada capa de cal es un testimonio de fe y esfuerzo.
La Catedral nunca se terminó como estaba proyectada. Sus torres neogóticas quedaron en el papel, pero se volvió símbolo de belleza en lo imperfecto.

Para monseñor Marcos Aurelio Pérez, La Catedral no se levantó con la riqueza de unos pocos, sino con el esfuerzo de todos. Quienes no podían aportar dinero entregaban su trabajo: mingas, familias fabricando materiales, campesinos que llegaban desde los alrededores a colaborar. Lo inacabado no es una falla, se le puede hasta interpretar como una metáfora: la fe siempre está en camino.
La catedral se alza con sus 120 metros de largo y 36 de alto, imponente y serena. No esconde sus imperfecciones; al contrario, las exhibe como parte de su esencia. En sus muros y detalles se recuerda lo humano: lo imperfecto cosa que suele incomodar. Sin embargo, en este espacio de alabanza a un ser perfecto, esa fragilidad adquiere sentido. La catedral nos enseña que no hace falta la perfección para ser dignos de amor.
Actualmente, la catedral ha pasado por restauraciones, donde los arquitectos encargados del proyecto buscan técnicas y materiales tradicionales para poder mantener esa esencia de la iglesia de los cuencanos. Nos comentan que en Cuenca se han perdido estas técnicas y materiales tradicionales usados en la catedral, ahora gracias a la investigación, los materiales se traen desde México, donde aún se hacen estos procesos.
Para monseñor Marcos Aurelio Pérez, La Catedral no se levantó con la riqueza de unos pocos, sino con el esfuerzo de todos. Quienes no podían aportar dinero entregaban su trabajo: mingas, familias fabricando materiales, campesinos que llegaban desde los alrededores a colaborar. Lo inacabado no es una falla, se le puede hasta interpretar como una metáfora: la fe siempre está en camino.
La catedral se alza con sus 120 metros de largo y 36 de alto, imponente y serena. No esconde sus imperfecciones; al contrario, las exhibe como parte de su esencia. En sus muros y detalles se recuerda lo humano: lo imperfecto cosa que suele incomodar. Sin embargo, en este espacio de alabanza a un ser perfecto, esa fragilidad adquiere sentido. La catedral nos enseña que no hace falta la perfección para ser dignos de amor.
Actualmente, la catedral ha pasado por restauraciones, donde los arquitectos encargados del proyecto buscan técnicas y materiales tradicionales para poder mantener esa esencia de la iglesia de los cuencanos. Nos comentan que en Cuenca se han perdido estas técnicas y materiales tradicionales usados en la catedral, ahora gracias a la investigación, los materiales se traen desde México, donde aún se hacen estos procesos.

Un templo vivo
Turistas levantan la vista y susurran asombrados La Catedral no es un museo, es refugio y compañía. Un ciudadano que trabaja en el centro de la ciudad recuerda con felicidad: “Cada mañana me detengo frente a la catedral y rezo un Padre Nuestro, agradeciendo por la vida y el trabajo.”, suben fotos de ella y la presumen a los cuatro vientos.
En cambio, los cuencanos, la viven en silencio pero llenos de sentimientos: en cada una de sus oraciones, visitas y ceremonias, pero la sienten también como un punto de orgullo de ser cuencano.
Para María Tómmerbakk, en sus muros habita la devoción: la certeza de un pueblo que creyó en algo más grande que ellos mismos. La fe compartida, unida al esfuerzo colectivo, fue semilla de esperanza y motor para que el templo se levantara.
Mons. Marcos Aurelio Pérez habla, en cambio, de la fe.Hoy, piedra tras piedra, se refleja la fe de una iglesia, de los azuayos, de generaciones que dejaron su confianza grabada en el mármol y en el tiempo.
La arquitecta Daniaba Montesinos encuentra en la historia del templo la huella de la perseverancia: hombres y mujeres que permanecieron ahí, día y noche, bajo la lluvia o el sol, con recursos o sin ellos, buscando siempre la manera de continuar. Esa tenacidad es la que permite que hoy podamos contemplar la catedral.
Para el arquitecto Juan Izquierdo, lo que prevalece es el misterio. En cada símbolo escondido en sus paredes y vitrales, en cada detalle que se oculta a simple vista, late la posibilidad de un diálogo entre el hombre y Dios.

Las cúpulas celestes, visibles desde cualquier rincón de Cuenca, parecen abrazar al pueblo entero. Para Montesinos, “Todo está diseñado para que nosotros podamos tener un sentimiento de devoción” Y para Izquierdo, no hay duda:
Quizás por eso Cuenca es de la catedral y la catedral es de Cuenca. Porque en esa unión indisoluble se resume un pueblo que convirtió la fe en piedra, el trabajo en arte y la esperanza en un legado eterno. La Catedral de Cuenca no es solo arquitectura. Es el alma de una ciudad. El corazón azul que, generación tras generación, sigue latiendo con la misma fuerza del primer día.
